Como siempre, recordar a los amigos de lo ajeno que este relato ESTÁ REGISTRADO EN PROPIEDAD INTELECTUAL, como todo cuanto publico.
Por lo demás, disfrutadlo... y pasad algo de miedo, que nunca viene mal.
Un saludo.
EL ENCARGO
El
sicario pulsó un icono en la pantalla de su móvil, haciendo que parpadeara un
instante. Luego dejó el terminal en la enmohecida repisa que tenía junto a sí.
Moho.
Todo
era moho en aquel viejo caserón.
El aire
hedía a moho.
El polvo flotaba en el ambiente.
Era un
sitio repugnante, pero a él le venía como un guante para sus propósitos.
Fuera de
las ruinas, en mitad de aquel campo perdido, un furioso aleteo y unos graznidos
inquietos llegaron a sus oídos transportados por el viento.
A sus
pies, el hombre gimoteaba y temblaba como una hoja. Podía escuchar su
respiración entrecortada, y cómo se atragantaba cada vez que trataba de tragar
saliva.
–Sea lo
que sea cuanto te pague, te lo duplico… –jadeó.
El
sicario lo miró de soslayo, esbozando una sonrisa tan efímera que no pareció
sino un matiz apenas perceptible en sus facciones.
–¿Por
dónde va a entrar el próximo envío? –preguntó con aquella suave voz que le
caracterizaba.
El otro
negó con la cabeza.
–Te
pagaré el triple –insistió.
El
asesino negó con la cabeza. Se terminó de ajustar los guantes de nitrilo en las
manos, disfrutando con el restallido de la goma contra su piel.
Comenzó
a andar en círculos, muy lentamente, mientras abría y cerraba las manos,
haciendo chirriar el tejido a cada movimiento.
–Veo
que no lo entiendes –le dijo, en tono apesadumbrado.
–Vázquez
lo sabe –intentó el otro a la desesperada.
No se
dignó ni a mirarlo.
Los
graznidos retumbaron por las paredes desnudas salpicadas por las espumosas
manchas del moho que iba creciendo por toda su superficie, extendiéndose como
un cáncer.
–Es
curioso –suspiró el asesino–. Vázquez afirmó lo mismo de ti.
El hombre
tembló aún más. Tosía las palabras, incapaz de articular ningún sonido libre de
tensión.
–¡Miente!
–rugió–. ¡Miente, miente, miente! ¡Maldito hijo de puta! ¡Cuando lo vea, lo
mataré! –prometió.
El
sicario se giró y lo miró de frente. Dio un par de pasos al frente hasta situarse
frente a su víctima y se acuclilló, quedando sus rostros enfrentados.
–¿Eso
te gustaría? –le preguntó–. Matarlo, digo.
El otro
asintió nerviosamente.
–¿Quieres
verlo? –sugirió, lamiéndose nerviosamente los labios–. Lo mataré. Lo mataré
para ti, ¿eh?
El otro
sonrió. Esta vez el gesto sí se dibujó en sus facciones, pero no más allá de
medio rostro.
Era como
si se dosificase para mostrar una faceta humana de su alma ante aquel hombre
que estaba a punto de morir.
–Bueno,
puedes intentarlo –dijo el sicario, volviendo a recuperar la verticalidad–.
Sólo hay un problema.
El hombre
atado con las muñecas a la espalda y el caro traje desgarrado y salpicado de sangre
lo siguió con ojos nerviosos por la estancia hasta que llegó a una desvencijada
puerta. Estaba abofada y combada por la acción del tiempo, el polvo y la
humedad de la ruinosa vivienda.
Se giró
para mirarlo fijamente.
Sus
labios no sonreían, pero sus ojos sí, mostrando un brillo mortífero en aquellas
pupilas muertas, carentes de vida humana.
–Déjame
que te enseñe –Y de un poderoso tirón abrió la puerta.
Una
maraña de plumas pardas y marrón oscuro se debatía abalanzándose una y otra vez
sobre un punto concreto en el suelo, como si fuera un chorro de una fuente
adoptando curiosas formas sobre la boca de riego.
Entonces
lo vio.
Emergiendo
por entre aquel mar ondulante de plumas, aparecieron las primeras cabeza,
peladas y blancuzcas coronadas por aguzados picos negros. Los ojos de canica de
los buitres brillaron con el sol del mediodía mientras el hombre observaba con
horror las manchas rojizas que salpicaban el plumaje del cuello.
Súbitamente,
un cuerpo sanguinolento se abrió paso por entre las nerviosas cabezas que se
extendían y replegaban a velocidad de vértigo, picoteando la carne aún adherida
a los huesos, agitándolo como si aún tuviera una vida que hacía rato ya le
había abandonado.
El
hombre atado sintió que se le había acabado la vida.
Separó
los labios y comenzó a gritar, emitiendo un alarido agudo con el que sus
cuerdas vocales comenzaron a sangrar y que se prolongó hasta que se quedó
completamente ronco.
La silueta
del sicario se recortó a contraluz mientras se acercaba a pasos lentos. De pronto,
al sentenciado le pareció que aquel hombre era un verdadero gigante y que los
redondos músculos eran del tamaño de balas de cañón.
–Bien
–Se limitó a decir el asesino–. Como veo que tengo toda tu atención, espero que
dejes de ofrecerme un dinero que no te voy a coger y me digas de una vez la
información que te he pedido.
Hundió los
dedos de la mano izquierda en la clavícula. El otro sintió un dolor intenso. Volvió a chillar. Sus manos se revolvieron contra los grilletes que lo
retenían, pero fue en vano.
El
acero le ganó la batalla al hueso y la carne.
–Esto no
quedará así –gimoteó el hombre, presa del pánico–. La policía… te detendrá…
El
sicario puso un objeto a la altura de sus ojos. El fulgor lo cegó durante un instante.
–Sí,
seguro que lo hará –dijo el sicario, sosteniendo la placa dorada de la policía con
la mano libre–. Date prisa en decírmelo, no tengo todo el día. Además, dentro
de un rato entro en servicio.
La
mirada de horror se desencajó aún más.
[…]
Ángel Perea
escuchó su móvil zumbar dos veces. Abrió el servicio de mensajería instantánea.
Era su
sicario.
Abrió
el mensaje. Un archivo de audio. Se sacó del bolsillo de la cara americana un
par de auriculares que ajustó en sus oídos y se dispuso a escuchar.
Una voz
temblorosa. Trino, o lo que quedara de él. Balbuciendo la hora de llegada de la
mercancía y el lugar por el que lo iba a hacer.
Entonces
estalló un horrísono grito en sus oídos.
Furioso,
con el corazón acelerado por la sorpresa, se arrancó los auriculares con un
gesto de rabia.
–¡Serás
hijo de…! –maldijo.
El
móvil volvió a zumbar.
Sabía
que era la prueba de que aquellos dos trepas rastreros habían muerto. Se
preguntó qué le iba a mandar en esta ocasión. Por norma, aquel hombre era un
profesional magnífico que no se dejaba nada al azar, y siempre cambiaba de
método para que no lo capturasen.
Un
archivo fotográfico.
Un
escalofrío recorrió su espalda al ver un esqueleto sanguinolento rodeado de unos
buitres que mostraban un brillo de satisfacción en los ojos, con los picos y el
plumaje salpicados de sangre fresca de la reciente pitanza.
Ángel
Perea se encendió un habano y aspiró profundamente el perfumado humo.
Sí, la
vida era bella.
Los
negocios le sonreían.
Y aquel
sicario valía su peso en oro.
Nada
mejor que un poli corrupto para aquella clase de trabajos…
Que tengáis dulces sueños en las tripas de esos putos buitres, palurdos de mierda.
MARILYN MANSON-Sweet Dreams (Lyrics)
© Copyright 2015
Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
Fotos: Google Imágenes.
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