martes, 9 de junio de 2015

RELATO "EL ENCARGO"

Hola a todos. Tras un tiempo sin mpostear, os dejo este relato, que no es sino un adelante de una novela que verá la luz en breve.

Como siempre, recordar a los amigos de lo ajeno que este relato ESTÁ REGISTRADO EN PROPIEDAD INTELECTUAL, como todo cuanto publico.

Por lo demás, disfrutadlo... y pasad algo de miedo, que nunca viene mal.

Un saludo.

EL ENCARGO

El sicario pulsó un icono en la pantalla de su móvil, haciendo que parpadeara un instante. Luego dejó el terminal en la enmohecida repisa que tenía junto a sí.

Moho.

Todo era moho en aquel viejo caserón.

El aire hedía a moho.

El polvo flotaba en el ambiente.

Era un sitio repugnante, pero a él le venía como un guante para sus propósitos.

Fuera de las ruinas, en mitad de aquel campo perdido, un furioso aleteo y unos graznidos inquietos llegaron a sus oídos transportados por el viento.

A sus pies, el hombre gimoteaba y temblaba como una hoja. Podía escuchar su respiración entrecortada, y cómo se atragantaba cada vez que trataba de tragar saliva.

–Sea lo que sea cuanto te pague, te lo duplico… –jadeó.

El sicario lo miró de soslayo, esbozando una sonrisa tan efímera que no pareció sino un matiz apenas perceptible en sus facciones.

–¿Por dónde va a entrar el próximo envío? –preguntó con aquella suave voz que le caracterizaba.

El otro negó con la cabeza.

–Te pagaré el triple –insistió.

El asesino negó con la cabeza. Se terminó de ajustar los guantes de nitrilo en las manos, disfrutando con el restallido de la goma contra su piel.

Comenzó a andar en círculos, muy lentamente, mientras abría y cerraba las manos, haciendo chirriar el tejido a cada movimiento.

–Veo que no lo entiendes –le dijo, en tono apesadumbrado.

–Vázquez lo sabe –intentó el otro a la desesperada.

No se dignó ni a mirarlo.

Los graznidos retumbaron por las paredes desnudas salpicadas por las espumosas manchas del moho que iba creciendo por toda su superficie, extendiéndose como un cáncer.

–Es curioso –suspiró el asesino–. Vázquez afirmó lo mismo de ti.

El hombre tembló aún más. Tosía las palabras, incapaz de articular ningún sonido libre de tensión.

–¡Miente! –rugió–. ¡Miente, miente, miente! ¡Maldito hijo de puta! ¡Cuando lo vea, lo mataré! –prometió.

El sicario se giró y lo miró de frente. Dio un par de pasos al frente hasta situarse frente a su víctima y se acuclilló, quedando sus rostros enfrentados.

–¿Eso te gustaría? –le preguntó–. Matarlo, digo.

El otro asintió nerviosamente.

–¿Quieres verlo? –sugirió, lamiéndose nerviosamente los labios–. Lo mataré. Lo mataré para ti, ¿eh?

El otro sonrió. Esta vez el gesto sí se dibujó en sus facciones, pero no más allá de medio rostro.

Era como si se dosificase para mostrar una faceta humana de su alma ante aquel hombre que estaba a punto de morir.

–Bueno, puedes intentarlo –dijo el sicario, volviendo a recuperar la verticalidad–. Sólo hay un problema.

El hombre atado con las muñecas a la espalda y el caro traje desgarrado y salpicado de sangre lo siguió con ojos nerviosos por la estancia hasta que llegó a una desvencijada puerta. Estaba abofada y combada por la acción del tiempo, el polvo y la humedad de la ruinosa vivienda.

Se giró para mirarlo fijamente.

Sus labios no sonreían, pero sus ojos sí, mostrando un brillo mortífero en aquellas pupilas muertas, carentes de vida humana.

–Déjame que te enseñe –Y de un poderoso tirón abrió la puerta.

Una maraña de plumas pardas y marrón oscuro se debatía abalanzándose una y otra vez sobre un punto concreto en el suelo, como si fuera un chorro de una fuente adoptando curiosas formas sobre la boca de riego.

Entonces lo vio.

Emergiendo por entre aquel mar ondulante de plumas, aparecieron las primeras cabeza, peladas y blancuzcas coronadas por aguzados picos negros. Los ojos de canica de los buitres brillaron con el sol del mediodía mientras el hombre observaba con horror las manchas rojizas que salpicaban el plumaje del cuello.

Súbitamente, un cuerpo sanguinolento se abrió paso por entre las nerviosas cabezas que se extendían y replegaban a velocidad de vértigo, picoteando la carne aún adherida a los huesos, agitándolo como si aún tuviera una vida que hacía rato ya le había abandonado.

El hombre atado sintió que se le había acabado la vida.

Separó los labios y comenzó a gritar, emitiendo un alarido agudo con el que sus cuerdas vocales comenzaron a sangrar y que se prolongó hasta que se quedó completamente ronco.

La silueta del sicario se recortó a contraluz mientras se acercaba a pasos lentos. De pronto, al sentenciado le pareció que aquel hombre era un verdadero gigante y que los redondos músculos eran del tamaño de balas de cañón.

–Bien –Se limitó a decir el asesino–. Como veo que tengo toda tu atención, espero que dejes de ofrecerme un dinero que no te voy a coger y me digas de una vez la información que te he pedido.

Hundió los dedos de la mano izquierda en la clavícula. El otro sintió un dolor intenso. Volvió a chillar. Sus manos se revolvieron contra los grilletes que lo retenían, pero fue en vano.

El acero le ganó la batalla al hueso y la carne.

–Esto no quedará así –gimoteó el hombre, presa del pánico–. La policía… te detendrá…

El sicario puso un objeto a la altura de sus ojos. El fulgor lo cegó durante un instante.

–Sí, seguro que lo hará –dijo el sicario, sosteniendo la placa dorada de la policía con la mano libre–. Date prisa en decírmelo, no tengo todo el día. Además, dentro de un rato entro en servicio.

La mirada de horror se desencajó aún más.

[…]

Ángel Perea escuchó su móvil zumbar dos veces. Abrió el servicio de mensajería instantánea.

Era su sicario.

Abrió el mensaje. Un archivo de audio. Se sacó del bolsillo de la cara americana un par de auriculares que ajustó en sus oídos y se dispuso a escuchar.

Una voz temblorosa. Trino, o lo que quedara de él. Balbuciendo la hora de llegada de la mercancía y el lugar por el que lo iba a hacer.

Entonces estalló un horrísono grito en sus oídos.

Furioso, con el corazón acelerado por la sorpresa, se arrancó los auriculares con un gesto de rabia.

–¡Serás hijo de…! –maldijo.

El móvil volvió a zumbar.

Sabía que era la prueba de que aquellos dos trepas rastreros habían muerto. Se preguntó qué le iba a mandar en esta ocasión. Por norma, aquel hombre era un profesional magnífico que no se dejaba nada al azar, y siempre cambiaba de método para que no lo capturasen.

Un archivo fotográfico.

Un escalofrío recorrió su espalda al ver un esqueleto sanguinolento rodeado de unos buitres que mostraban un brillo de satisfacción en los ojos, con los picos y el plumaje salpicados de sangre fresca de la reciente pitanza.

Ángel Perea se encendió un habano y aspiró profundamente el perfumado humo.

Sí, la vida era bella.

Los negocios le sonreían.


Y aquel sicario valía su peso en oro.

Nada mejor que un poli corrupto para aquella clase de trabajos…

Que tengáis dulces sueños en las tripas de esos putos buitres, palurdos de mierda.

MARILYN MANSON-Sweet Dreams (Lyrics)



© Copyright 2015 Javier LOBO. Todos los derechos reservados.
Fotos: Google Imágenes.

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